El domingo los
vecinos y vecinas del barrio, después de comprobar que las manillas de sus
relojes coincidían con las del meridiano
de Greenwich y que el tiempo acompañaba decidieron disfrutar de un agradable
día de campo. No sintieron la habitual
pereza dominical, no fue necesario coger el coche, todo parecía sencillo. Dando
un paseo llegaron a ese pequeño reducto llamado huerto que aunque rodeado de
asfalto, cemento coches y trenes, parece aislado de todo eso.
Una vez dentro,
lo que a simple vista parece un recodo recóndito se convierte en un amplio
terreno. Un lugar donde niños, jóvenes y mayores
corretean de un lado a otro en busca de una tarea. Donde lo normal es verte
involucrado en una plantación de habas, a continuación en la construcción de un
bancal o pintando un mural-pizarra de estilo abstracto.
De repente,
mientras te encuentras embadurnado de pintura te llega un olor muy peculiar,
como a mar. No recuerdas la existencia de ninguna playa en las cercanías pero
alzas la cabeza y descubres que un grupo de sardinas que pasaban por el huerto
se han puesto a descansar al calorcito de la plancha.
La hora de la
comida reunió a todas las hortelanas y hortelanos que con fruición fueron
acabando la resistencia sardinista. Al principio con gran rapidez y al final
con dificultad pues la sal había coagulado la sangre de los contendientes. A
pesar del empacho generalizado los postres fueron acogidos con vítores. ¡UNION!
¡ACCIÓN! ¡INDIGESTIÓN!
Tras la
sobremesa de rigor, recoger y retomar el trabajo fue una tarea peliaguda. Poco
a poco el huerto fue quedando ordenado y
engalanado para el otoño. El atardecer anunció la conclusión de la Jornada de Huertas
Abiertas y cada cual al llegar a su casa
midió el volumen de su panza, la pringosidad de sus manos y la longitud de su sonrisa,
sin lugar a dudas había sido un gran día de campo.
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